sábado, 11 de julio de 2009

AMORES IMAGINARIOS


PARIS Y CESAR


Paris se desperezó unos minutos antes de que sonara el despertador. Habitualmente se despertaba previamente a oir su sonido chirriante y estridente. No sabía por que seguía programándolo. Tal vez por qué siempre fué indisciplinado y ahora le apetecía engañarse, procurándose una falsa disculpa, para parecer que por fin había conseguido asumir un cierto orden en sus horarios y hábitos de vida cotidianos. En el fondo de sí mismo, para sus adentros, y sin que nadie lo sospechase, aceptaba que temía quedarse dormido definitivamente, eternamente, si es que existía la eternidad. Por eso continuaba programando ese detestable despertador electrónico, de color gris, grande y antiestético. Como si ese acto de cada noche, repetitivo e inútil, pudiera alejar, cual un exorcismo, la certeza de la muerte y sus aprensiones inconfesables.

Pensó que le convendría deshacerse del despertador ¡total para lo que le servía! Pero era perfectamente consciente de que no lo hacía por que estaba vinculado emocionalmente a sus recuerdos y añoranzas. Como todo lo que le rodeaba. Recapacitó que si toda su vida actual estaba compuesta de recuerdos y añoranzas, entonces ¿Por qué debería deshacerse de ese objeto horrible y no de otros más inútiles que el despertador?

Paris sopesó de un vistazo su entorno, comprobando que en la pared lateral de su dormitorio, la más próxima a su cama, todo continuaba como lo había dejado antes de dormirse al amanecer. Era real. En ese instante fue consciente de que por innumerable vez, como de costumbre, se quedó dormido con la luz encendida; de que una vez más leyendo los poemas, las cartas, contemplando las fotografías, cayó incosnciente, rendido, ya con la luz del alba, en los brazos de Morfeo.

Su vida, desde hacía muchos años, era ir del sueño a los ensueños, de los recuerdos del pasado al tedio del presente. Paris consideraba que todo era monotonía y sin razón en su existencia. Actuaba como un autómata, sin satisfacción, por que le faltaban los alicientes necesarios para seguir viviendo con alegría. El desconsuelo era su pan de cada día. Y la rutina.

Al mismo tiempo Paris no podía ni plantearse la posibilidad del suicidio, de su muerte, la contingencia de que su existencia terminara sin más felicidad que la alcanzada en el ayer. No deseaba, ni quería, que su vida siguiera siendo estéril. Sumergido en las emociones de antaño, vivía en una perpetua soledad. Paris necesitaba imperiosamente volverse a enamorar, sentir el calor de otro cuerpo, el sabor de unos besos apasionados, antes de que el fin de sus días se abatiera sobre su paupérrimo modus vivendis de supervivencia.

Dicen que la esperanza es lo último que se pierde, y Paris a pesar de sus años, del largo periodo que llevaba viviendo en soledad afectiva, de su crisis existencial, no perdía la esperanza de encontrar y vivir nuevamente un gran amor; el último y gran amor de su vida, que supusiera un compendio de todos los amores anteriores; que fuera un amor embriagador, irresistible y arrebatador; que le permitiera purificar su corazón, corregir todos los errores cometidos en su trayectoria, desterrar las pesadillas acosadoras, eliminar todos sus miedos; que le otorgara, llegada su hora, morirse sin culpabilidad, sin resentimiento, bajo el manto del perdón y la paz, para consigo mismo y con los demás.

Paris se frotó los ojos, parpadeó varias veces, se alisó el pelo y sin levantarse de la cama, giró su cuerpo deslizando su mirada sobre el colage de la pared. Sus ojos, aprendidos y obedientes, fueron a posar directamente su mirada sobre la fotografía de César. Al lado de la misma colgaba un poema y una carta que César le había escrito: el poema en el comienzo de la relación sentimental, cuando la pasión estaba en su mayor auge, coloreando todos su actos; la carta como despedida, explicación de la razón de su alejamiento y ausencia, del fin de su amor jurado eterno e indestructible.

Ya había transcurrido mucho tiempo desde que comenzó y finalizó su relación con César, y también desde que Paris se enamoró por última vez. Los recuerdos, con todos sus detalles, seguían vívidos en su memoria: alimentados, día tras día, por la rememoración constante, por el esfuerzo persistente que hacía para que nada se perdiese en el olvido, ni el más mínimo detalle de todo lo que compartieron mientras duró su relación breve e intensa.

Paris dejó que su mirada reposara indefinidamente sobre el rostro de César, con su sonrisa enigmática y la dulzura de su expresión congelada, atemporal, atrapado en la fotografía, en ese instante aparentemente sin valor o trascendencia. ¡César, suspendido en el tiempo, reén del pasado, tanto como durara esa fotografía! Mentalmente recitó el poema que sabía de memoria, de tanto leerlo y releerlo durante todos esos años:

Quiero recorrer todo tu cuerpo…

Aprender una nueva forma de amar.

Sentir tu calor, tu sudor,

El estremecimiento de tu piel.

Quiero recorrer todo tu cuerpo…

Por fin salvarme entre tus brazos.

Ahogarme entre tus besos y caricias

Ser naufragio y ser náufrago.

Quiero recorrer todo tu cuerpo…

Contar los suspiros de tu boca.

De tu sangre arrancar las promesas

Más imposibles sobre la tierra.

Quiero recorrer todo tu cuerpo…

Eternizarme entre las canas de tus sienes.

Entregarte mi alma como si fuese

Una mañana que nunca pasará.

Quiero recorrer todo tu cuerpo… Paris recordaba perfectamente el día en que César le entregó el poema. Fue en el transcurso de la tarde siguiente a la primera noche que pasaron juntos, sin dormir, fundiéndose sus cuerpos en un solo cuerpo, atrapados en el apremio del deseo que nunca acababa de satisfacerse, sin consumar nunca el clímax de su pasión volcánica, como si esa noche fuera a venir el fin del mundo, y a ellos solo les quedara el recurso de amarse imperiosamente.

Era el corolario de muchos encuentros, en los que los dos, asidos de la mano, paseaban por la orilla de la playa, arriba y abajo, ausentes a lo que acontecía en su entorno. Durante esos encuentros primordialmente eran conscientes de su proximidad, de su mutua contemplación, del tacto y del calor que se trasmitían a través de sus manos entrelazadas, intercambiando una energía poderosamente activa y dominante; singularmente eran conscientes de su deseo absorbente, que iba creciendo, acaparandolos de una manera incontenible hasta obnubilarles la razón; o lo que es lo mismo, vivían con su mente atrapada, sin poder ir más allá de lo que pudiera ser el presente, ese tiempo durante el que permanecían juntos aparentando ser el infinito.

César y Paris, llevaban semanas saliendo, y un buen día, seguidamente de estar toda la tarde paseando por la costa, no logrando contener por más tiempo sus anhelos, decidieron alquilar la habitación de un hotel a pie de playa, para entregarse con sus cuerpos, pués con el corazón y en el alma ya lo habían hecho. Esa primera noche no hubo más palabras, solo movimiento. A lo largo de los continuos encuentros diarios, desde que se habían conocido, se fueron contando lo que consideraron esencial para conocerse, enamorarse, desearse, necesitarse… En esa primera noche no precisaban nada más.

César era hermoso, con un cierto aire salvaje e indomable en su pose y actitud. Sus gestos exteriorizaban el talante del felino, como si constantemente estuviese dispuesto al ataque, registrando todo sonido y movimiento de su entorno, sin perderse ningún detalle. Se movía sigilosamente, casi como si bailara sobre un escenario; su escenario era el mundo, y creía que todo ese escenario era por derecho suyo. Estaba al tanto de que el papel principal lo interpretaba él, y que nunca, bajo ninguna circunstancia, pasaba desapercibido.

La mirada de César, a través de sus ojos verde oliva, era húmeda, penetrante e inquisitiva, casi dolorosa, sobre todo cuando pretendías ocultarle algo. Eran los ojos de un iluminado, captando información oculta para el resto de los mortales, leyendo dentro del alma, en los reconditos secretos o deseos. Sus ojos grandes, con las pestañas negras y espesas, atrapaban a Paris, lo hipnotizaban, haciéndole suyo; adentrándose en lo más intimo de su ser, desnudaban su esencia y adulaban su corazón. Para Paris no existía la opción de decir no a su magnetismo cautivador.

Inteligente, su proceder era práctico y conciso. César no se perdía en los detalles ni en las nimiedades, yendo siempre al grano, sin dar rienda a las divagaciones. A Paris siempre le había sorprendido su capacidad de síntesis. Consistente, mostraba su certeza y hacía gala de una seguridad interna permanentemente. César mostraba una vivacidad mental y física que nacía de su singularidad, más que de su juventud.

Paris, pasado el tiempo, conociéndole más profundamente, nunca llegó a saber de donde procedió todo ese romanticismo que emanaba de César en sus primeros encuentros y noches juntos. Estaba seguro de que César solo escribió un poema en su vida, y ese era el que había escrito, inspirandose y dedicándoselo a él. Escribir precisamente no era su fuerte, y mucho menos un poema. ¿Qué ángel o musa habían guíado ese día a César? Esa era una de las preguntas que Paris en ninguna ocasión pudo responderse, tal vez por que por mucho que lo intentase nunca conoció al verdadero César (¿o sí?), por más que creyera por aquel entonces que quien se mostraba era el genuino y legal amante-amigo.

Posteriormente a las continuas tardes paseando y hablando, a las primeras noches haciendo el amor, siempre en la misma habitación del mismo hotel, César decidió que sería mucho mejor llevarle a su casa. Paris sin dudarlo aceptó encantado. Evidentemente deseaba que la relación que mantenían se desarrollara hacia una forma de convivencia e intimidad que en el hotel, y en sus paseos, no era posible. Ya no. En la familiaridad de la casa de César se presentarían las situaciones para que se desenvolvieran con más naturalidad, que pudieran conocerse genuinamente y que la dinámica de la misma convivencia les aproximara a ambos en la dirección de ir descubriéndose el carácter, virtudes y defectos, de tal forma que pudieran borrar toda ausencia de ignorancia sobre las peculiaridades individuales que pudieran crear un atisbo de perturbación entre los dos.

Paris no parecía poder dar crédito a tanta felicidad.

Pasaban los días y las noches juntos, viviendo en unas permanentes vacaciones, en un paraíso afectivo, sensual. Ambos pasaban por un periodo de solvencia económica y de libertades laborales que les permitía mantenerse prácticamente libres de las obligaciones de sus respectivos negocios. Por las mañanas desayunaban y a continuación de ducharse salían de compras o a gestionar sus responsabilidades laborales; por la tarde se reunían con los indistintos y luego mutuos amigos, compartiendo con ellos su felicidad, su prosperidad como pareja. Paris ahora sabe, está plenamente seguro de que fue ahí cuando empezó a transformarse César. Comenzó espaciosamente, de una manera sutil, a comportarse de otra manera, con otra actitud y un estilo diferente a su cortesía habitual. Al principio fueron reacciones discordantes, como si se sintiera desplazado o celoso de las personas que mantenían afinidad de comunicación o de cariño con Paris. Luego sus reacciones no tenían parangón ni control alguno.

César en cierta ocasión, bajo el estado de un arranque de furia descontrolada, con gritos que parecían alaridos, llegó al extremo de prohibirle a Paris hablar con nadie, incluso saludar o llamar por teléfono, aún a su familia, sin su previa autorización. Una actitud totalmente intolerante y sin coherencia alguna. Paris primero reaccionó impulsivamente, abochorrnado deseó marcharse y pensó en irse muy, muy lejos; a continuación sintió el temor de perder a César, de no verle más, de vivir sin él, eso le hizo reaccionar y dudar con la profundidad que nace del amor más honesto, amor que todo lo disculpa y todo lo perdona. En cuanto César fue tranquilizándose Paris especuló que solo era un enfado, una salida de tono cargada de sobreexcitación, de miedo e inseguridad, que sería algo pasajero, sin que volviera a suceder; justificó una reacción fuera de lugar, reacción que una vez que César llegara a comprender y razonar, comprendería que no tenía por que dudar de los sentimientos de Paris, los cuales no podian ser más leales y devotos.

Paris, aún así, entre sollozos y besos, con la esperanza como bandera y la sensibilidad a flor de piel, le prometió a César que respetaría sus decisiones y que no volvería ha hacer nada de lo que decía que le molestaba de su comportamiento. Deseaba vehementemente que la felicidad y el bienestar que sentían no fuera enturbiado por alguna causa, ni por nadie. Así que Paris, creyendo que sería efímero, que volvería con su actitud a ser todo razonablemente armonioso, consintió a todas las exigencias de César y esa fue su perdición.

Hicieron el amor más apasionadamente que en los días prévios, sintiendo que estaban destinados a amarse, a compartir sus vidas y futuro, creyendo que sus sentimientos, como los dioses, serían inmortales. César, como un poseso, besó y abrazó a Paris con la fuerza y la desesperación de no poder hacer suya su esencia, la energía de su alma, el conocimiento ancestral de su ser. Paris se estremecía vehementemente de placer, al mismo tiempo que su mente le decía que dentro de César había un ansia que nunca podría ser satisfecha, algo insondable para un amante pasivo y agnegado como era él. Y César aún no sabía que no había nada que pudiera hacer Paris para que fuera capaz de regresar a un estado previo a su alteración emocional y dependencia afectiva. En ese momento no lo sabían, pero estaban emprendiendo un camino sin retorno y sin devolución de la felicidad prometida, que irremisiblemente les conducía a un callejón sin salida, a la destrucción de su relación y de ellos mismos.

Al día siguiente Paris llevó, entre otras cosas, algunos de sus objetos personales, la mayor parte de sus ropas y unos cuantos libros al apartamento de César. Era un intento de afianzar la relación, de proveerla de un carácter estable y definido, de formalizar la convivencia. Paris quería creer, comprender que César necesitaba sentir seguridad y dominio, tener la certeza de que le amaba exclusivamente a él y que le urgía profesar que era la persona más importante y decisiva de su vida. Estaba convencido de que con ese acto pondría la base a una enfatización clara y precisa de lo que realmente Paris consideraba importante, y hasta donde estaba avanzando en favor de la relación, dispuesto a todo, y lógicamente que César comprendería perfectamente el significado de su iniciativa.

Días después, supuestamente con todo en sus vidas sobre ruedas, a César le dió una vez más un arrebato de locura, excitación y agresividad peor que el anterior. Estaban terminando de comer, tomando el postre. Paris recuerda perfectamente las natillas de huevo, cremosas, frías, con suspiros de monja flotando en su superficie, espolvoreadas con canela recién molida, la finura de su aroma, acompañadas de barquillos cubiertos en su extremo de chocolate con leche, semi-introducidos en el borde de las natillas. Su cuenco salto por el aire, mientras César furioso le gritaba que no tocara nada, que no hiciera nada, que ni siquiera respirase sin su autorización; Le gritaba, ahíto de ira, que ya estaba bien, que se sentía harto de que nada permaneciera como antes de su llegada, que su casa y su vida era un desorden y la sentía descontrolada; le gritaba, con violencia, preguntándole si pretendía volverle loco con su presencia constante, reorganizándole sus horarios, sus actividades, sus cosas. Paris no entendía absolutamente nada , ni siquiera comprendía de donde procedía esa reacción, esa percepción tan irreal de su convivencia, cuando mantenían una conversación aparentemente no relacionada con los alegatos de su enfado desmedido.

Paris sintió morirse.

Paralizado, fue incapaz de protestar, de decir nada, de ni siquiera musitarle algo a César. Paris no entendía que sucedía, que había hecho, a que se debía esa obstinación desproporcionada y virulenta de César. No concebía que causa merecía desatar esa cólera, ese alarde de agresividad, toda esa potencia descontrolada, ciega y destructiva. Ante tanta intimidación no sabía como proceder. Su atención se desplazaba intermitentemente de las natillas, esparcidas por todo el comedor, a la cara de César, encendida de rabia. Paris permaneció en silencio, temblando de pies a cabeza, esperando que fuera una pesadilla, de la cual pudiera despertarse de inmediato, y no la realidad lo que le estaba aconteciendo.

¿Dónde residía en ese momento la dulzura y el amor de César?

Paris miraba a César y solo distinguía a un ser totalmente desconocido, como si otro yo cobrara vida propia, confinando a un segundo plano, lejano y profundo, al verdadero César. El César que Paris conocía, eclipsado, fuera de juego, subsistía desterrado en el limbo del infierno, sin acceso ni ruta por la que regresar, al menos en ese momento.

Pasaron tres días y tre noches sin dirigirse la palabra, sin mirarse a los ojos, sin aproximarse ni tocarse. César, por autodecisión, durmió en el sofá. Paris, consternado, era incapaz de reaccionar, de encontrar respuestas y soluciones a ese estado de bloqueo en el que se hallaban sumidos los dos. Estaba noqueado por el pánico que sentía al ver como se desplomaban todos sus sueños y espectativas de vida felizmente emparejados.

César regresó a la cama, pero permaneció en su autismo.

Se sucedieron los días sin hablarse y sin mantener relaciones sexuales. Así se cumplieron sus tres primeros meses de convivencia como pareja. Paris pasó más de dos semanas sin salir del apartamento, sin hablar con nadie. Cuando sonaba el teléfono no lo

descolgaba. De su familia hacía semanas que no tenía noticias, ni una palabra, se mantenía alejado para que no supieran lo desgraciado que se sentía. No llamaban a sus amigos y no contestaban a sus mensajes o demandas. Paris no limpiaba, ni cocinaba, ni tocaba absolutamente a nada. Solo se duchaba, encendía la televisión y esperaba a que César preparase el desayuno o la comida. Por temor a desencadenar su ira pasó más de un día sin probar bocado.

Consideraba que César ensayaba ponerle en el límite para ver su reacción. Paris no reaccionaba con él de una manera explícita, en parte por que se hallaba en estado de shok, disminuido mentalmente, y en parte por que creía que sin el amor de César ya no sabría vivir. Impotente, dejaba transcurrir los días sin observar algún cambio en César. Esperaba con todo su anhelo que reapareciese el chico que conocía y de quien se había enamorado. Sabía, o más bien quería creer que estaba ahí dentro, detrás del enfado y del genio, debajo de esa máscara de tragedia que envolvía el rostro de César, y sus vidas.

César comenzó a salir más frecuentemente del apartamento, dejando solo a Paris frente al televisor.

Cuando llevaban aproximadamente cuatro semanas en esas condiciones, Paris resolvió preparar una cena especial; tan especial como era posible en esas circunstancias; y con lo que había en casa, que no era mucho, tendría que salir a comprar y romper con su reclusión.

No ignoraba que se exponía a un peligro, no podía precisar a ciencia cierta a cual, pero también entendía que ya no podía seguir por más tiempo en ese ambiente tenso y discordante. Convenía que se solucionasen todos los problemas y discrepancias, de manera inmediata, ya, o si no reventar, romper esa atmósfera, para bien o para mal, de una manera definitiva.

César observaba como Paris cocinaba, ponía la mesa, y recogía la cocina lo más que podía para que no aparentase mucho desorden. Impenetrable, miraba sin decir ni una sola palabra. No reaccionaba, ni bien ni mal, manteniéndose con una cierta expresión en su rostro de excepticismo. Paris pensó que ya era algo, tal vez suponía un comienzo, un punto de inflexión y de partida.

¿Significaría eso que habría reconciliación? Cuando la cena estaba en su punto Paris le pidió a César que por favor se sentara a la mesa a cenar. Sin oponer ninguna resistencia, con actitud colaboradora, César se sentó y esperó apaciblemente a que Paris le sirviese los alimentos.

Mientras cenaban, Paris para romper el hielo, comenzó ha hablar en un principio con retraimiento, tímidamente, con las palabras entrecortadas, tembládole la voz, quebrada; a continuación se fue soltando y ya no había quien le parara. Se sorprendió a si mismo diciéndole a César cosas que no tenía preparadas, sentimientos que desconocía que habitaban en su interior, ideas manando como un torrente en cascada, explicaciones y lógicas no meditadas.

César le miraba impávido; con sus ojos verdes, húmedos, pero sin un solo gesto de asentimiento, sin una sola expresión de acuerdo o desacuerdo con lo que estaba escuchando. Comía bocado tras bocado, sin más, sin evidenciar ni siquiera si la cena era de su agrado; así terminó de cenar, pero no hizo ademán de lebantarse de la mesa. Siguió escuchando a Paris, sin decir nada, en silencio, sin una actitud concreta, sin un mohín de afecto, y lo que es más importante sin nunguna reacción violenta.

Paris juzgó que había dicho mucho más de todo lo que creía que tenía que decir, que se había vaciado de todo lo que llevaba dentro de su ser, como un río en la desembocadura vierte al mar sus aguas trás un largo, abrupto y sinuoso recorrido. Se calló. Miró prolongadamente a César, esperando por su parte una reacción, un ápice de cambio en su expresión, algo que reflejara que había llegado su mensaje y sus sentimientos al fondo de su corazón o que se sentía cuando menos conmovido. No acaecía ninguna.

Paris descendió lentamente su mirada al plato, dándose cuenta de que apenas había provado bocado. No tenía hambre. Transcurrió un tiempo, quien sabe cuanto, sin que ninguno de los dos pronunciara ni una palabra, sin que evidenciaran algun movimiento, la concesión de un sentimiento. Paris no sabía si lebantarse de la mesa y marcharse, o si esperar a que César procediera de alguna manera que le indicara saber que hacer.

César comenzó a llorar, primero quedadamente, como para sus adentros, sin hacer apenas ningun ruido. Derramaba lágrimas que rodaban por su cara, lentamente, entreteniéndose entre el lateral de su nariz y la comisura de la boca. Su respiración era un susurro nebuloso. Cuando Paris se percató de que César estaba llorando, no sabía en realidad cuanto tiempo llevaba en ese estado, bajo esa emoción, desconsolado. Solo sabía que deseaba lamerle sus lágrimas, abrazarle tan fuertemente como pudiera y decirle que le amaba, que le seguía amando. Y eso fue precisamente lo que hizo César, decirle: “te amo”.

Paris miró fijamente a los ojos de César, con el ardor del amor fluyendo por sus venas; amor que necesitaba expresarse después de un prolongado ostracismo y silencio; amor anclado a una oscuridad persistente durante tanto tiempo que se sentía hambriento del tacto y del olor del ser amado. César rompió en sollozos cada vez más fuertes y angustiosos, gimiendo con verdadera ansiedad y desespero. Paris se levantó apresuradamente de su silla, rodeó la mesa y le abrazó por los hombros, lo sostubo con firmeza e intensidad, con la seguridad de saber que hacer y como consolar a quien amaba más que a si mismo; seguidamente le agarró por las manos y mansamente se dejó llevar al dormitorio. Se tumbaron encima de la cama, abandonando los cuerpos a las mutuas emociones, a la entrega de esa energía que mostraba cuan sensible y dúctil puede ser el ser humano. Paris mantuvo a César entrelazado a su cuerpo, con ternura; temblando al mismo tiempo que gemía, más tarde suspirando; César seguía dejándose estar entre sus brazos protectores, brazos que en ese momento parecían tener la capacidad de sostener toda la pena del mundo con la compasión de quien lo ha perdido ya todo. Y así permanecieron hasta la madrugada, en la que se quedaron profundamente dormidos, dejando fluir a su niño interno hacia el mundo onírico, donde todo puede ser y es posible.

A partir de ese día, ficticiamente, todo volvió a la aparente normalidad, como si ese periodo previo de sus vidas, turbulento, cruel y enfermizo no hubiese existido. Pero Paris no se engañaba a si mismo, acusaba que no había precisamente el mismo romanticismo, y puntualmente la misma comunicación que había constado, en un principio, en su relación. Algo se había quebrado entre los dos, algo que insustancial, invisible o indefinido, no dejaba de ser esencial en su relación, aunque Paris no pudiera concederle un nombre concreto, apellidarle con un calificativo que defininiera de alguna manera el cambio y asi conocer su antónimo.

Trancurrió el tiempo como viento en otoño.

Cuando cumplían seis meses de relación viviendo juntos, Paris decidió proporcionarle una sopresa a César, esperando que resultara estimulante, dinamizadora de sus esperanzas y proyectos comunes, inolvidable. Pensó que haciéndole una cena romántica, con muchas velas, música, dulces y cava, sería una manera muy agradable de concederse un estimulo que ayudara a revivir las emociones de los primeros encuentros y sus paseos por la playa. César durante la tarde no estaría. Le había mencionado que iría ha hacer unas gestiones al otro extremo de la ciudad, que de paso visitaría a su familia. Sería perfecto, cuando regresara a casa se encontraría con la cena sorpresa.

Paris se entregó de lleno a las tareas de la cocina para prepararlo todo y que la velada resultara perfecta. De primer plato serviría crema de calabacín, aderezada con unas gotas de licor de almendras amargas, salpicada en su superficie con piñones y queso a las finas hierbas cortado en vaporosas hebras, gratinado al horno en las propias consomeras individuales; de segundo plato codornices rellenas de chocolate negro, muy amargo, de Madascar, y exquisitos higos de Turquía, dátiles de Arabia, ciruelas de California, guarnecidas con una fina salsa de aceitunas negras de Córdoba y uvas pasas sultanas de Corinto, muy picadas, reducidas en Jerez seco, Andaluz, hasta que quedara en su punto y se les pudiera añadir un toque de jengibre rallado; para el postre le sorprendería presentando una suavísima crema de arroz con leche, cocinada muy lentamente con leche entera, hasta que el arroz se deshiciera, nata líquida y azúcar moreno de caña, cubriendo su superficie con canela en rama recién molida, aromática y afrodisiaca, nueces de California picadas casi en polvo, un toque de leche condensada, cascara de limón desecada, finamente molida, reducida y almibarizada en ron oscuro de caña Cubano. Para beber, con el primer plato vino de Cataluña, blanco, de aguja, ligeramente seco; con el segundo plato un vino tinto, reserva, de la Rivera del Duero; y para brindar, acompañando al postre, cava rosé. Paris soñaba con hacer el amor en el sofá, mientras saboreaban exquistos bombones artesanales, rellenos de licor y cerezas; imaginaba el finisimo chocolate fundiendose en el paladar de sus bocas, entre sus besos y lenguas revoltosas, anhelando todos los espacios y poros de sus cuerpos. Ultimó encender las velas, de los dos candelabros de cristal tallado que presidian la mesa, para cuando llegara César poder apagar la luz y así recibirle bajo la luz de las velas aromatizadas con bergamota. Estaba todo en su punto, dispuesto para la celebración. Se aproximaba la hora habitual en que regresaba César, solo quedaba esperar unos minutos a que llegara abriendo con su llave la puerta de la calle, encontrandose con el apartamento romanticamente iluminado y a Paris de pié frente a la puerta recibiendole con su mejor sonrrisa y un cálido abrazo.

César no llegó. Dieron las diez, las once, las doce... Paris se sintió intranquilo. Recapacitó que no sabía a que teléfono llamarle, (curiosamente César no había llevado el móvil, que precisamente Paris había retirado de la mesa del comedor, cuando se dispuso a prepararla), que no tenía forma de localizarle, a donde ir a reclamar por la causa de su ausencia, ya que César no le había presentado aún a su familia y desconocía donde residían, por no mencionar que su familia no tenían constancia de la relación y de la convivencia que mantenían desde hacía seis meses. Cuando dieron las tres en punto de la mañana, en el reloj de cuco chino del salón, ya hacía tiempo que Paris daba vueltas por todo el apartamento, como un tigre enjaulado, irrascible, mirando de ventana en ventana para la calle, preguntándose si le acontecería algún percance, si sería adecuado ir a la policía o por los hospitales preguntando por César.

A las tres de la mañana fue cuando Paris se fijó en el sobre ubicado encima del televisor. No lo había observado con anterioridad por que ese día no lo había encendido. Pasó el día tan entretenido comprando los alimentos, preparando en la cocina la cena, y a continuación esperando con ansiedad el regreso de César que no prestó atención a nada más que no fueran sus propias expectativas de celebración, así que no reparó que estaba ese sobre delante de sus narices. Solo podía soñar, sonreir visualizando la cara y la expresión de César cuando le sorprediera con algo diferente que seguro no esperaba en absoluto.

Estaba seguro que no había visto ese sobre con anterioridad en la casa; pensó en entretenerse con su contenido unos minutos, reduciendo asi su nivel de ansiedad, distrayendose prestando atención a algo diferente. Agarró con curiosidad el sobre y cuando lo sostenía en su mano presíntió que contenía algo desagradable, algo que estaba relacionado con la extraña e inhabitual ausencia de César. Abrió el sobre con manos nerviosas y temblantes, acabando por desgarrarlo, como si pudiera trasmitirle a ese sobre toda su fustración, la rabia por esa noche, por ese aniversario solitario, por esa ausencia lacerante.

Paris desplegó un folio doblado, comenzó a leer su contenido, escrito con la letra agil y sinuosa de César:

“Adorable Paris: tal vez te estés pregunteando por mi ausencia, por mi abandono y alejamiento de tí, precisamente hoy, día de nuestro aniversario, conmemoración demedio año viviendo juntos. No lo he olvidado.

Sólo puedo asegurarte que te amo, que mi amor por tí es profundo, completo, pleno y posiblemente eterno. Pero ( aquí viene la parte dolorosa y la razón de mi ausencia) no puedo seguir por más tiempo contigo, ni un sólo minuto más a tu lado.

Sé que no podrás entenderlo, ni espero que compartas mi postura, sólo que respetes mi decisión. En el fondo no hay otra explicación que la que este amor me ahoga, me supera, me da miedo.

Por eso te pido encarecidamente que te vallas esta noche, con todas tus pertenencias, sin mirar atrás y sin buscarme nunca más, en ningún momento, ni siquiera de debilidad. Es mi deseo definitivo. Espero que no me lo hagas más dificil, por el bien de los dos. No volveré a mi casa hasta que esté seguro de que te has ido para siempre y que no volverás a intentar una reconciliación.

Adiós, César.”

El folio se deslizó lentamente de las manos de Paris hasta caer al suelo, indiferente, como una hoja seca, otoñal, mecida por la brisa de una tarde nublada, una tarde cualquiera. ¿Qué estaba leyendo? No podía ser, así, sin más. Esa carta significaba que era el final de su relación y no podía entender por que César tomaba semejante decisión.

Paris se quedó sollozando, silenciosamente, meciéndose al compás del dolor, de todo ese dolor, siguiendo con cada movimiento, adelante y atrás, la grieta de su corazón, el abismo y la oscuridad del sentimiento de pérdida y abandono que le invadía todo su ser; evaporando, con el calor de su cuerpo, la fantasía que había vivido en esos seis últimos meses de su vida, en que había, de alguna forma, creído que había arribado a buen puerto. Después de un tiempo indefinido, destrozado en cuerpo y alma, Paris se levantó de la silla, tembloroso se acercó a la ventana, y contempló como amanecía. La luz matutina y el trino de los pájaros le resultaban como una sinfonía repetitiva que le decía: “estas muerto, se ha terminado”.

Obedientemente, acobardado, como un autómata, sin ánimo, desorientado, recojió todas sus pertenencias, con las manos entumecidas, vacilantes, obligado por una extraña voluntad que nunca contradecía a César. Se sentía agotado. El dolor crecía, crecía y crecía, con cada acción de retirada, invadiendo su mente, destruyendo su dicha, ahogando sus espectativas de felicidad y plenitud, relegando a lo insustancial cualquier emoción compartida, palabras ahora vacias de significado, perdidas como si nunca hubíeran sido pronunciadas o sentídas. No quería dejar a César, no quería perderle y partir hacía lo desconocido, sin el; no deseaba olvidarlo, aunque estaba claro que él ya había tomado la decisión por los dos. Paris no tenía otra opción que abandonar la casa y llorar en soledad su desdicha, el dolor que eclipsaba su alma, su mente y su cuerpo.

El desencanto era total y absoluto.

Fué introduciendo en dos bolsas de viajes sus enseres personales, la ropa, los libros y demás pertenencias. No quería dejarse nada olvidado y que César pensara que era por buscar una disculpa de acercamiento o reconciliación en contra de su definitivo deseo. La carta era muy clara al respecto. Cuando creyó tenerlo todo recojido, dejó sobre la mesa del comedor, entre los dos candelabros (con la cena sin probar y la cera de las velas consumida) un portarretratos con una foto de los dos gozosos y abrazados en una tarde de verano.

Paris cerró la puerta sin mirar atrás.